¿Por qué una novela? Muchas veces, en estos días, nos preguntamos sobre las formas de narrar la información. Unos y otros cuentan los mismos hechos de manera tan diferente que cuesta casi creer que estén hablando de lo mismo. Los noticieros parecen películas y los reporteros, buscadores de sensiblería y aventura. Desde la ficción, aún desde la menos realista, parece haberse abierto un espacio en el que la verdad, sino hallada, parece mejor perseguida, buscada con mayor honestidad.
La historia de Joaquín y de Valeria, se repetía por miles en los hogares argentinos del siglo XIX. ¿Y cómo eran verdaderamente los días de convivencia entre la parte aristocrática de la casa, los amos, los hijos de los amos y los libertos? Esa figura, la del liberto, tan poco explorada por la historia y tan controvertida, es la que se encarna en el personaje de Joaquín.
Sobre la novela
viernes, junio 27
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Sobre los negros
¿Qué es lo que realmente sucedió con los afro-argentinos?
Existe una historia oficial que ofrece algunos argumentos. Algunos ciertos a medias y otros disparatados.
Lo primero que hay que decir es que a pesar de haber sido un 30 por ciento de la población en Buenos Aires y hasta un 60 por ciento de la población en el interior, la historia oficial prácticamente no ha analizado ni discutido el problema de la supuesta extinción de los negros.
La primera verdad a medias es que los negros en Argentina no existen. Según estudios recientes, más del 10 por ciento de la población actual tiene alguna ascendencia afro-argentina directa. Además, existe una comunidad negra con mucha presencia en el Gran Buenos Aires, allí donde los medios no suelen llegar.
Otra serie de verdades a medias que pululan en la historia oficial: los negros murieron en las guerras por la Independencia, en la Guerra del Paraguay, en las pestes de cólera y fiebre amarilla. Es cierto, pero ¿no es hora de preguntarse cómo murieron? ¿Qué significaba ser negro en la guerra? ¿Qué significaba ser carne de cañón? ¿Por qué existían batallones diferenciados? Y con respecto a las pestes, ¿qué diferenciación racista había entre los enfermos? ¿Y entre los sanos? ¿Cuáles eran las posibilidades de prevención? ¿Qué se necesitaba para sospechar de un negro y de sus posibilidades de contagio? ¿Había algún impedimento en matar o encerrar a un negro por el solo hecho de sospecharlo enfermo?
Y finalmente los disparates. Los negros no soportaban el clima. Los negros tenían tendencia a la vagancia y al juego. Las negras tenían tendencia a la prostitución. Los negros tenían tendencia a las pestes.
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La historia de amor
La literatura nos inunda de historias de amor entre hombres ricos y mujeres plebeyas, entre patrones y mucamas. La Buenos Aires del siglo XIX no fue la excepción para inspirar estos amores. Pero, ¿qué pasaba cuando era al revés? Joaquín y Valeria compartirán, además de la fecha y la hora de su nacimiento, todos y cada uno de los hitos de sus vidas. Angelita, la madre de Joaquín, amamantará a ambos. Los cuidados y los descuidos de la infancia. La exploración del río, de la pampa, de las plazas y de sus propios cuerpos. Los compromisos y los enrolamientos. Los carnavales y los enfrentamientos sociales. Y finalmente, la perplejidad ante la contundencia de la epidemia de fiebre amarilla en febrero de 1871. Y en esa vida, juntos, siempre estará latente el lazo que los une, y siempre, sin embargo, estará presente también la prohibición de ese vínculo.
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Adelanto
miércoles, junio 25
1820
Ni el retumbado paso de seis bueyes, ni el crujir de toda la carreta, ni el griterío de cuanto muchacho tuviera algo para vender en esa agitada tarde de Buenos Aires, pudo disimular el insulto que, insistente y monocorde, bajaba desde los altos de Beltrán. El carretero se puso en puntas de pie y estiró el cuello para espiar. Pero del balcón no asomaban más que cuatro palabras.
–Puta que te parió, puta que te parió, puta que te parió...
A pesar de la franca segunda persona, el doctor Reihan no se daba por aludido y seguía pidiéndole a la joven señora, con voz tierna, pero firme, que pujara otro poco. Su ayudante, en cambio, apostado en la ventana, sintiendo quizá el pudor que su jefe no sentía, se inclinó hacia la calle para ver, como si de veras cayeran, dónde caían las palabras. No vio más, sin embargo, que unas cuantas cabezas cubiertas por empanadas, ropas o sombreros, y una carreta persiguiendo al sol.
A ambos lados de la cama, dos niñas negras sostenían una manta cubriendo las piernas de la señora de Beltrán, quien, de a ratos, cerraba las rodillas hasta casi juntarlas, queriendo aplastar el dolor. Repitió ese gesto, respiró hondo para sostener su insulto, y cuando separó de nuevo las piernas, el doctor Reihan se puso en cuclillas, y miró los progresos por debajo de la manta: ahí estaba la cabeza de la criatura, palpitante y sangrienta, como el corazón de una vaca recién carneada.
–Vamos, señora, vamos que ya viene –dijo el médico.
–Vamos, amita –alentó también una de las negras.
–Dale, Raquel –se sumó Ludovica, dama de compañía de la señora de Beltrán, que no obstante su edad adulta, parecía carecer de toda experiencia reproductiva, cosa que había quedado de manifiesto hacía un rato, cuando le sugirió al doctor Reihan suministrarle a Raquelita un infalible jarabe laxante de preparación casera. Con ingratitud, con algo de rudeza incluso, el doctor la había mandado a sentarse al rincón, en donde, hasta recién, se había mantenido en silencio.
El ayudante se acercó con un paño empapado y lo apretó contra la frente de la señora. Ella, algo aliviada, lo miró sin dejar de putear, y de pronto, como si le hubieran arrebatado las entrañas, con los ojos desenfocados, y aunque sin variar una sola letra, aumentó el volumen de las cuatro palabras hasta llevarlas a un grito ensordecedor que sin embargo no dio a luz.
Las venas de su cara casi infantil, siempre fresca, ahora parecían el mapa de un delta. Sus manos se aferraron a las manos de las niñas con violencia. La manta cayó y contorneó la media esfera de su panza. El doctor la descubrió en seguida. La cabecita seguía allí.
Raquelita respiró profundamente y pareció calmarse. Miró uno a uno a todos los presentes, preguntándose cuál de ellos podría ayudarla a vencer el dolor y la impotencia. Hubiera querido que don Arturo Beltrán, su esposo, estuviera allí. Pero él hacía negocios en el puerto, lejos de las vicisitudes del parto.
–Niñas –dijo por fin–, llamen a su mamá.
Ambas corrieron escaleras abajo, volaron por el pasillo, salieron al patio, y justo cuando estaban a punto de llamar a su madre, se dieron de narices contra el grito:
–¡¡¡Angelitaaaaa!!!
En el cuarto de los criados, asistida por el negro Matías y el pardo Petriel, Angelita también estaba a punto de parir. Había sentido la llegada de su hijo en plena preparación de la cena. Petriel, que la había ayudado a cruzar el patio hasta la pieza, no tuvo tiempo ni de soltar el cuchillo, prueba de lo cual era ese trocito de cebolla adherido a la hoja.
Angelita, en cuclillas, sostenida por los dos hombres, pujaba sin apretar las muelas ni fruncir el rostro, sintiendo en el vientre el dolor de la vida con la misma naturalidad con la que un corcel sableado, las patas ya rendidas a la tierra, conoce el dolor de la llegada de la muerte. Si quería sospecharse que esa aparente displicencia no era tal, había que mirarle la córnea, que se enrojecía bajo sus párpados oscuros, atravesada por una tormenta de sangre. Por lo demás, el cuarto, sin ventanas, daba al este, y a esta hora, la ínfima luz que entraba por la puerta, apenas alcanzaba para distinguir las negras sombras de los esclavos, con lo que no valía mucho la pena andar retorciendo los gestos.
Aun así, concentrada en su propio parto, Angelita no había podido librarse de la correa que ataba su oído a la voz de la señora de Beltrán: había escuchado cada lamento por el dolor de las contracciones, la orden para que llamaran al médico, la pronta llegada de Reihan y todas las emisiones de las invariables cuatro palabras de su insulto.
Cuando Angelita advirtió que el parto de la señora venía en serio, también empezó a putear. Su insulto, sin embargo, no era indefinido. Ni monótono. Tenía por destinataria a la mocosa mal nacida de su patrona. Y cuanto le faltara de sonoro, puesto que nunca había excedido el murmullo, le sobraba en metáforas, originalidad y menosprecios de todo calibre. Estaba convencida, lo había estado durante meses, de que el parto de la señora llegaría quince o veinte días después del suyo, el cual, por lo tanto, habría de tener en paz.
Pero el rugido de su nombre en el patio le atoró el alumbramiento. Cerró los ojos, alzó apenas los pómulos y llamó a sus hijas para ordenarles que subieran y le suplicaran a la señora quince minutos de tolerancia. Ellas no respondieron ni con la boca ni con los pies. Seguían allí, paralizadas por el grito.
–Andá vos, Matías –dijo Angelita–. Decíle a la mocosa que estoy pariendo, que voy en quince minutos.
Cuando el negro Matías fue, como es lógico, la soltó. Y ella, atenta como estaba a desenredar el nudo que se le había hecho entre las piernas, casi se va de costado al suelo. Apoyó la palma de la mano en la pared, y abrió los ojos para mirar a ningún lado. Tenía que imaginar algo lindo para serenarse, y eso lo hacia con los ojos bien abiertos. El paisaje de su interior no la calmaba.
Durante el tiempo que tardó Matías en tartamudear el encargo, Angelita se imaginó entrándose en el río, somero por cuadras y cuadras, hacia un barco francés, y con su hijo, su nuevo hijo, prendido de su cabeza. El capitán le tendía la mano para ayudarla a subir. Era su esposo. Ella le preguntaba cómo podía ser, si le habían dicho que había muerto. Y justo cuando él empezaba a explicarle que todo había sido una confusión, el patio volvió a tronar:
–¡Que suba! ¡Que suba esa negra puta!
El joven ayudante de Reihan salió con Matías y ofreció su asistencia. Angelita, que había escuchado perfectamente la respuesta, juntó las rodillas, las dobló como para sentarse sobre una invisible silla y se dejó guiar por las niñas y el pardo Petriel. Le dio pena por su hijo, que no iba a poder darse el gusto de ser el primero en probar su leche. En el medio del patio se sumaron Matías y el ayudante, y entre todos la arrastraron por la escalera. Las lágrimas, prohibidas para sus ojos, empezaron a reventar por los poros de la cara, entre los labios, por la nariz.
Ya faltaban dos pasos para la habitación de la señora pero Angelita se estremeció y el grupo detuvo la marcha. La negra abrió la boca para dejar salir un huracán de aire contenido, en el que viajó también una exclamación ininteligible, y se agachó, juntando sus manos, para atajar su propia cría. Después cayó sobre sus nalgas, colchón generoso, y quedó de frente a su hijo. Era, como lo había soñado, un varón.
–Joaquín –dijo Angelita sin pensarlo y sin saber de dónde había sacado ese nombre.
–Es varón –dijo Azucena, y su voz fue tapada por la de Joaquín, que en ese mismo instante se largaba a llorar con una fuerza negra.
–Cortá acá, Petriel –pidió Angelita, despabilada por un nuevo llamado de su patrona.
Petriel se apresuró a limpiar la cuchilla en su grasienta pechera de cocinero, quitando por lo menos el trocito de cebolla, y apoyó el filo sobre el cordón umbilical, más cerca del niño que de la madre.
–Cortá, flojazo –repitió Angelita.
–Espere, tenga –dijo el ayudante de Reihan, que había entrado a la habitación en busca de instrumental más adecuado y menos sucio.
Petriel maniobró con torpeza el bisturí y cortó el cordón, con lo que Joaquín redobló el volumen de sus vagidos. El ayudante estaría pensando una excusa por si el doctor descubría el préstamo. Angelita, sin tiempo para palidecer ni para quejarse, envolvió a su hijo en una mantilla y se lo dio a Azucena, quien, orgullosa de la capacidad pulmonar del nuevo hombre de la familia, intercambiaba miradas y sonrisas con su hermana.
¿Sería eso nacer liberto? ¿Poder llorar a grito pelado y en la mismísima puerta del cuarto de la patrona? Azucena había nacido bien esclava, una década atrás, y Julia, la menor, de siete años, le había errado a la Asamblea del 13 apenas por un mes.
La señora de Beltrán, que en abierta competencia con Joaquín no había dejado de gritar un solo segundo, enmudeció al ver aparecer a Angelita y la miró con odio todo el tiempo que tardó en volver a hablar. Reihan aprovechó la pausa para secarse la frente y su ayudante para mojar la de la señora, que lo empujó. El ayudante miró el trapo húmedo, recordó su infracción y salió al pasillo para sacarle el bisturí a Petriel. Lo limpió todo lo que pudo, y antes de volver al cuarto, se lo metió en el bolsillo.
–¿Por qué no me dijo que dolía así, negra mala? –dijo la señora de Beltrán agarrándose al brazo de Angelita.
–Por negra y por mala, señora.
–¿No me va a salir?
–A ver –Angelita, sin soltarse de su ama, se inclinó hacia un costado y miró al ras de los muslos–, pero si ya casi está, tire para afuera, jovencita.
La patrona obedeció, enrojeció, apretó los dientes, se llenó de sudor y con el último suspiro, empezó a putear de nuevo.
–¡Ah, no! –dijo Angelita mostrándole la marca que le había dejado en la muñeca–. Usted está haciendo fuerza en los brazos, en los pies, así no –alzaba la voz, a medida que hablaba, para tapar el escándalo de su propio hijo, que la reclamaba desde los brazos de Azucena–. Haga fuerza en el vientre nomás, ponga las ganas ahí y del resto olvídese.
Raquelita de Beltrán la miró esperanzada.
–¿Listo?
–Creo que sí –dijo Raquelita.
–Entonces puje y haga nacer esa criatura de una buena vez.
Raquelita distendió sus brazos y algo se estremeció dentro de su hinchado cuerpo. Le temblaron los labios, le brotó una lágrima y soltando un gran berrido de dolor, pujó para expulsar casi todo el bebé. Antes de desvanecerse, alcanzó a sentir las manos de Reihan llevándoselo.
La primera sensación que experimentó el nuevo ser fue, quizá, la cercanía del rostro de Reihan husmeando entre sus piernas diminutas, lo cual bastó para irrumpir en un pavoroso llanto.
–Una niña –anunció Reihan.
Difícil habría sido escucharlo con dos bebés llorando juntos. Pero por suerte, Joaquín, desde el mismísimo instante en que esta nueva Beltrán lagrimeó su arribo, guardó el más completo silencio.
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El autor
Miguel Rosenzvit nació en Buenos Aires, en 1969. Es autor, entre otros, de los libros de poemas Caminos de piel y barro y Vértigo taciturno, de los libros de cuentos El oficio de los ojos y Cuentos vísperos y de las novelas El inspirado muchacho Rosantes de Mataderos y En el nombre. Estos libros, pese a ser publicados por editoriales pequeñas, fueron un éxito en ventas y leídos y elogiados por importantes figuras de la letras argentinas. A falta de otros laudos más oficiales, los escritores suelen tomar estos comentarios como bautismos. Entre los más auspiciosos, el que Rosenzvit siempre prefiere es el de Nicolás Rosa, que tras leer el cuento Anocheceres, y en ocasión del dictado de su cátedra de Teoría Literaria en la UBA, sentenció: "Tenemos entre nosotros a un gran narrador que todos deberían leer".
Varios de sus cuentos y poemas han sido premiados y antologados en diferentes oportunidades. Fiebre negra fue elegida novela finalista del Premio Planeta y esa casa editorial la acerca hoy al gran público. Además de narrador y poeta, Miguel Rosenzvit se desempeña como colaborador en guiones de TV y en medios gráficos y como coordinador de su taller literario.
De su varia formación académica, vale destacar su título de Lic. en Ciencias de la Computación y su prolongado y fructífero periplo por las facultades de Matemáticas, Letras, Historia, Filosofía y Psicología.
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La historia
jueves, junio 19
Diana es una joven antropóloga heredera de una vieja casa de Monserrat, en el casco histórico de Buenos Aires que luego de adentrarse en los misterios de una de las construcciones más viejas de la ciudad, descubre la existencia de un pequeño cuarto, tapiado, en el que encontrará variados objetos y cientos de hojas dispersas por el suelo. En ellas podrá leer los fragmentos que irán poco a poco revelándole el origen de un insólito hallazgo. Deberá remontarse casi 200 años atrás para comprender la historia de Valeria y Joaquín, y a través de ese vínculo, la suerte que corrieron los negros de Buenos Aires, que llegaron a ser más del 30 por ciento de la población y que hoy, según la historia oficial, han desaparecido.
Joaquín, un negro liberto, hijo de esclava, y Valeria, blanca, rica, hija de los amos, nacen el mismo día de 1820, en la misma casa. Muy a pesar del entorno, compartirán muchas cosas más que la fecha de nacimiento. Desde la teta de Angelita, la madre de Joaquín, que amamantará a ambos, hasta el aterrador febrero de 1871 en el que Buenos Aires se vio azotada por la epidemia de fiebre amarilla. Durante todos esos años, jamás dejarán de buscarse a tientas, sin saber cuál era el nombre de la relación que pudiera unirlos. En el medio de la pampa amarilla y desértica, Valeria estará en manos de Joaquín ante el ataque de una jauría de perros cimarrones y pocas horas más tarde, será Joaquín el que esté en manos de Valeria a la hora de pagar las consecuencias. Juntos descubrirán el pantanoso suelo de Buenos Aires, el perezoso río, y también sus cuerpos. Juntos descubrirán las utilidades e inutilidades de las letras, el rigor del frío y de la guerra y los mandatos del amor y el desamor.
Diana, con las múltiples sorpresas que le deparará la exploración de su casa y de su alma, irá reconstruyendo la oscura historia de sus antepasados. Así, todas y cada una de las afirmaciones que justifican tanto la desaparición de los negros de la escena demográfica argentina como la supuesta benignidad de la esclavitud en el Río de la Plata irán revelándose como falsas o parciales.
Cuando la historia oficial tiene demasiadas razones para ocultar y para mentir, la ficción se erige como el último reducto del cual pueda surgir un puñado de verdades.
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